En casa ha entrado, casi de carambola, un dispositivo Alexa. Concretamente un Amazon Echo Dot. El pequeño. El barato, si lo preferís. Pero es un dispositivo perfecto para empezar a ver si podía aportar algo a mi vida. Y el efecto está siendo similar al que experimenté con el Apple Watch (ya desarrollaré sobre esto, que lo tengo pendiente).
Me explico. Antes de tenerlo (tanto el reloj como el altavoz) vivía perfectamente. Ahora que lo tengo me he acostumbrado a tenerlo, y no disponer de él probablemente me costaría perder ciertos hábitos que he adquirido sorprendentemente rápido.
Me he acostumbrado a despertarme con un “Alexa, telediario en cuatro minutos”, a decir cuando vuelvo de trabajar “Alexa, pon Radio 3” u otra playlist en streaming, y me he acostumbrado a decirle “Alexa, apaga la luz” cuando estoy en la cama y hace demasiado fresquete como para sacar la mano de debajo del nórdico.
También reconoceré que todavía no me he acostumbrado a no apagar el interruptor de la luz para que la bombilla WiFi, bueno, responda a los comandos de Alexa. Pero esto es un mal menor. Y me frustra que algunos comandos que me suenan bastante naturales en mi lenguaje diario no sean entendidos por el aparato. Pero también son cosas que imagino que se pulirán con el tiempo.
¿Sería capaz de volver a vivir sin Alexa? Por supuesto. ¿Gritaría comandos al aire sin efecto? Seguramente, al menos los primeros días. Pero el caso es que no pensaba que fuera a cambiar mi vida, y al final lo ha hecho en apenas un fin de semana.
Deja una respuesta